
27 Abr “La Manada” y la teoría polivagal de Porges
Ayer se hizo pública la sentencia sobre el caso de “La Manada” (si alguno me lee desde otro país y no sabe de lo que hablo, puede leer aquí o aquí). No quiero escribir estas líneas desde todo lo que me mueve (mucho), al igual que a otras muchas mujeres, y sí me gustaría hacer una pequeña aportación hablando sobre la teoría polivagal de Porges, que me ha venido a menudo a la mente al leer sobre este caso.
El estadounidense Stephen Porges, profesor de Psiquiatría y Bioingeniería en la Universidad de Illinois (Chicago) presentó en 1994 la llamada “teoría polivagal”, con la que vino a desmontar la visión que se tenía hasta entonces del funcionamiento de nuestro sistema nervioso autónomo (el que controla las funciones involuntarias de las vísceras). Tradicionalmente, se ha considerado que el sistema nervioso autónomo (SNA) se divide en dos “ramas”: el sistema nervioso simpático (que, resumiendo mucho, nos prepara para la acción, o en exceso conduce al estrés), y el sistema nervioso parasimpático, que hace que nos relajemos. La efectividad del Yoga y su poder “relajante”, para que nos hagamos una idea, reside en su capacidad para estimular el parasimpático. Si aplicamos estas dos acciones a la hora de relacionarnos con el entorno, el sistema simpático es el que nos empujaría a luchar o huir ante una situación de peligro, mientras que el parasimpático es el que nos llevaría a acercarnos al otro cuando nos sentimos seguros.
Porges, sin embargo, señaló que nuestra organización interna es algo más complicada, y que nuestro sistema parasimpático (o nervio vago) se divide, a su vez, en dos: la rama dorsal (considerada más primitiva, porque la compartimos con los reptiles) y la rama ventral (compartida con los mamíferos). La rama ventral, la más “evolucionada” es la que se activa cuando nos relacionamos con otros de manera amistosa. Nos lleva a la colaboración, y por eso Porges lo llama el «sistema de conexión social», encargado de regular las zonas del cuerpo que intervienen en este tipo de interacciones (la expresión facial, el tono de voz…).
La rama dorsal del sistema parasimpático, sin embargo, genera comportamientos de defensa primitivos, como el quedarse inmovilizado (el “shock” de la chica del caso La Manada). En un estado de estrés profundo (una situación de pánico) los mamíferos nos quedamos congelados: las funciones corporales se ralentizan, el corazón late al mínimo y la capacidad para sentir queda muy reducida. Se sufre una especie de entumecimiento, de apagón mental, y de distancia con relación al sentido de la propia identidad. Si el afectado se mantiene mucho tiempo en ese estado, el resultado puede ser letal.
Los humanos somos seres sociales. Ante una situación de amenaza en una persona sana, señala Porges, lo habitual en un ser humano es activar primero la rama ventral, buscando una solución amistosa al conflicto. El plan B consiste en hiperactivarnos, poniendo en marcha el sistema simpático (luchar o huir). El último recurso, cuando ya no hay nada que hacer, es hipoactivarnos recurriendo a la rama dorsal (quedarse inmovilizado).
Uno, como ser humano, se puede preguntar ¿pero para qué sirve hacerse el muerto? ¿Quién ha visto que uno se salve por no hacer nada? Resulta que en la selva o la sabana esto sí funciona, porque hay una ley no escrita entre los mamíferos que prohíbe alimentarse de los animales muertos, ya que pueden tener una enfermedad contagiosa o haber caído envenenados. Ése es nuestro ADN a la hora de defendernos.
A la hora de atacar, sin embargo, la cosa cambia, porque el ser humano saca rédito de esto: al tener córtex cerebral, y pensar, aprovecha consciente o inconscientemente en su favor su conocimiento de que cuando alguien se asusta suele quedar paralizado.
Un estudio realizado en Suecia en 2017 parece venir a confirmar la teoría de Porges. La investigación mostró que, de 298 mujeres analizadas que habían sufrido algún tipo de agresión sexual, el 70% sufrió una inmovilidad “significativa”, y el 48% una inmovilidad “extrema”.
El grado de inmovilidad que padecía la mujer al ser agredida estaba directamente conectado, según el estudio, con las probabilidades de que la víctima sufriera depresión profunda o estrés postraumático pasados los seis meses. El propio texto concluía que “tener conocimiento de esta reacción entre las víctimas de agresiones sexuales es importante en materia legal o en el cuidado de la salud”. Sería interesante que la ley se pusiera al día, si no ya con la lógica, al menos con la ciencia.
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